miércoles, 4 de agosto de 2010

La vida olvidada de Óscar Arnulfo Romero

Por Víctor Flores García
Publicado el 24 de Marzo de 2010

“Todo es demasiado complicado para que los hombres puedan comprenderlo”. Eclesiastés

Aquella mañana del lunes 24 de marzo de 1980, último día de su vida, Monseñor Romero se fue al mar. Se fue con los suyos a disfrutar uno de los pocos placeres que son comunes a la mayoría de los salvadoreños. El terreno tropical frente a la playa, propiedad de un conocido amigo, estaba cerrado y el arzobispo se atrevió a traspasarlo sin permiso junto con el pequeño séquito de sacerdotes de su círculo íntimo. Estudiaron un breve documento eclesiástico, sentados en el piso de la casa veraniega porque ni los vigilantes estaban. Después caminaron descalzos sobre la arena de color volcánico frente al mar y comieron bajo unos cocoteros. Uno de los sacerdotes que lo acompañaba contó entonces las aventuras padecidas durante alguna de las ocupaciones de la Catedral de San Salvador por parte de las organizaciones populares de la época, en protesta por la represión militar que ya dejaba cientos de muertos. Los relatos de riesgo le parecieron hasta entretenidos al obispo. Hacia las tres de la tarde, Romero decidió el regreso a San Salvador. Visitó a su médico para que le examinara un problema en los oídos que lo perturbaba y hacia las cuatro y media partió apresurado hacia Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, en busca de su confesor:



- Vengo, padre –le dijo a su confesor-, porque quiero estar limpio delante de Dios.



Al final de la confesión, Romero debía acudir a una misa en el hospitalito de la Divina Providencia a encontrarse con el fin de su vida.



El arzobispo había querido disipar, frente al cálido mar Pacífico tropical, una auscultación médica y, con una confesión, la fatal desazón que lo agobiaba desde que pronunció la tan conocida homilía de un día antes, la del domingo 23 de marzo de 1980. Su último discurso político-religioso, el más aplaudido en púlpito alguno, que había terminado con un atronador desafío a las tropas del ejército en la Basílica del Sagrado Corazón, a quienes instaba a rebelarse ante sus oficiales y a obedecer el primer mandamiento de la ley de Dios: No matarás. “Les ruego, les suplico, ¡les ordeno en nombre de Dios, cese la represión!”, una sentencia cerrada con ovación popular.

En el Monte de Los Olivos

Visto en retrospectiva, 30 años después, el íntimo tormento de las últimas horas de su vida resulta muy similar a las cavilaciones y al más nítido temor humano relatado por los discípulos del Jesús histórico en su ruego solitario en el Monte de Los Olivos, cuando lloró su destino, tuvo miedo ante el tormento por venir y rogó al Padre: “Aparta de mí ese cáliz”.

Monseñor Romero también tuvo miedo y mucho. Monseñor Romero había sido advertido de que lo querían matar sin contemplaciones. Monseñor Romero conocía de las amenazas de muerte telefónicas entre insultos soeces de sus enemigos. Monseñor Romero poseía el expediente tenebroso más documentado de los de miles de muertos en la carrera incontrolable hacia la guerra civil que dividió a la sociedad salvadoreña hasta nuestros días. Y Monseñor Romero había decidido aquel día desafiar al poder más intocable de la historia de El Salvador: los militares, que levantaron sobre la nación su emblema prístino de poder: “Mientras viva el Ejército vivirá la República”.

Ahora que su muerte obsesiona en una fecha tan redonda, tal vez sea preferible recordar los episodios olvidados de su vida y buscar la superación de ese trauma nacional. ¿Cómo vivió aquel domingo el obispo Romero, cuando con una felicidad infantil había festejado el regreso al aire de la emisora que transmitía sus homilías, tras un mes de ausencia, la célebre radio YSAX, abatida una y otra vez por atentados con bombas?

Monseñor Romero la vivió con una angustia muy humana. En la misa había comulgado el embajador de Estados Unidos y otros funcionarios norteamericanos. Había tomado el te con los religiosos que acudían a estrechar su mano al final de cada misa dominical. Y hacia la una de la tarde de aquella víspera de su muerte se fue solitario a lo que era su casa, un recinto religioso. En la intimidad de los pocos suyos, cuando se despojaba de los pesados ropajes de Arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero volvía a ser el hombre campirano y zamarro de las provincias del oriente del país, nacido a principios del siglo XX entre los cafetales de Ciudad Barrios en el departamento de San Miguel.

Es día se quedó en pantalón, camisa y sandalias, recostado en su silla perezosa o mecedora, para su momento íntimo. La hora de su “pequeño aperitivo, su whisky de costumbre para aliviar su garganta”, como dice el único testimonio conocido de esos momentos, para ver como un niño los programas de la televisión dominical infantil. Así de humano era.

A Monseñor le encantaban los muñequitos, como se llama en El Salvador a los dibujos animados o caricaturas infantiles. Era su hora de niño, cuando un grupo de allegados que sus biógrafos no identifican con edades sino sólo como Chavo, Virginia y Lupe, le robaban la almohada, y él les daba distraídos y juguetones tirones de los cabellos a los niños, o cuando otro llegaba a hacerle cosquillas, mientras su mirada seguía pendiente de las breves historias con moraleja de las caricaturas que bien podrían ser Tom y Jerry, el conejo Bucks Bonny; el ratón Mickey y toda la cuerda de Walt Disney de la época.

“¿Sirvo ya?”, era la frase oferente que una asistente, Eugenia, utilizaba para convocar al ágape. “¡Ya está listo!”, era la otra expresión críptica que ella utilizaba para convocar a la hora del traguito dominical, “del aperitivo” que apaciguaba la tarde tras el verbo del pastor. La adrenalina bajaba: “En ocasiones él se dormía frente a la televisión, luego de haber probado uno o dos sorbos del aperitivo”, dice con cierta compasión el testimonio.

Pero aquel último almuerzo fue distinto. A diferencia de otras tardes en las que el arzobispo pedía que prendieran el otro aparato de televisión del comedor para seguir en la dominical celebración de sus muñequitos, esta vez Monseñor pidió que lo apagaran: “Se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en un silencio, que fue para todos nosotros muy llamativo. Se le veía apesadumbrado y triste. Tomaba sopa con lentitud y nos veía a todos nosotros con una mirada profunda. Eugenia mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por una mirada larga y profunda que le dirigió, como que quería decirle algo”.

Y entonces brotaron lágrimas de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘¡¿Qué son esas cosas de estar llorando Monseñor?!’. Todos estábamos perplejos. De repente empezó a hablar de sus mejores amigos, sacerdotes y laicos. Fue recorriendo uno a uno a todos ellos, manifestando las virtudes que en ellos había descubierto y los dones que Dios les había dado. Como aquel almuerzo no había habido nunca en nuestra casa… ”.

Con ese ánimo, Romero se fue a recostar tras la comida de aquel último domingo de su vida, y le confió a Lupita “la triste noticia de que se le habían seriamente amenazado de muerte. Su comportamiento no dejaba dudas sobre la seriedad de las amenazas”.

El testamento espiritual

El testimonio de aquellas últimas horas de Romero corresponde a la versión de “el Señor Barraza” y son parte de la documentación de miles de páginas que firmadas por el Arzobispo Arturo Rivera y Damas, su ex rival en el trono arzobispal, e integran la causa por la canonización del líder católico sacrificado. Esas páginas fueron meticulosamente reunidas por el padre Jesús Delgado y publicadas en una versión biográfica muy reducida de más de 200 páginas que cayó en mi biblioteca ambulante hacia 1990, hace 20 años y que he vuelto a leer de un tirón.

Los apuntes de su último retiro espiritual que practicó en la última semana de febrero de 1980, en la casa de las monjas pasionistas de los Planes de Renderos, casi un mes antes de aquel día final, son considerados su testamento espiritual. Vale la pena releerlas en medio del ruido que levantan los 30 años de aquel día fatal. Ese día sería otro giro más hacia el olvido, a no ser por la manía de los aniversarios que agitan los calendarios de los diarios y el poder.

Esos pasajes de su diario son cuatro páginas que se leen muy rápido. Y son de una honestidad apabullante: “Tengo una palabra muy influyente”; “temo de las influencias ideológicas y políticas”; “soy influenciable y son muy posibles las imprudencias”; “temo que mis consejeros más íntimos crean que ya no influyen en mí y se callen o se resientan”.

“Siento miedo a la violencia en mi persona. Se me ha advertido de serias amenazas precisamente esta semana. Temo por la debilidad de la carne, pero pido al Señor que me dé serenidad y perseverancia. También humildad, porque siento también la tentación de la vanidad….”

Dejemos hablar a Romero un poco más en su diálogo íntimo, en un apartado dedicado al pecado y que subtitula con una idea sobre la dimensión de la maldad: “Nadie sabe el mal que hace cuando hace el mal”.

El arzobispo de San Salvador al borde del martirio se acusa en ese texto de su puño y letra de un “desorden en la vida espiritual (…) de no escuchar a sacerdotes”; y de que en la comunidad episcopal detecta “deficiencias, murmuraciones, soberbia, omisiones, obstinaciones, desconfianza, imprudencias”.

¿Cómo se veía a sí mismo Monseñor Romero en su relación con el Vaticano antes de morir? “Para con la Sagrada Congregación y el Señor Nuncio me falta fe” Y en cuanto a los sacerdotes, ¿Cómo era Monseñor Romero según Romero?: “(Tengo) poca relación, huyo al diálogo, propósitos incumplidos, desprecio para aquellos que ni comulgan conmigo, desatención a sus necesidades y poco exigente en casos de corrección”. Sin ambages.

Las sinceras recriminaciones que sobre sí mismo hace Monseñor Romero son graves, no importa desde donde se las vea. En cuanto al seminario se acusa a sí mismo de “fomentar el descontento” y de estar “poco abierto al diálogo personal”. Las religiosas, aquellas monjas que tanta devoción manifestaban a su magisterio, le hicieron escribir una brutal recriminación sobre sí mismo: “Peco por no visitar más frecuentemente sus comunidades y por no poner más cuidado en su promoción, a veces fomento divisiones”.

Y llega entonces su reflexión sobre las comunidades eclesiales de base, su gente, sus corderos: “Descuido bastante su propensión a la politización”, admitió sin más, se le escapaban.

Luego escribe una confesión sobre su papel de “predicador”, así se llamaba así mismo el Eclesiastés, autor incógnito del Viejo Testamento: “A veces tengo demasiado en cuenta las ofensas personales y no hago lo que digo, sobre todo en la pobreza, siento miedo”.

Los jesuitas contra Romero

El cristiano Romero no siempre tuvo simpatía por las organizaciones populares como suele creerse. En reciprocidad, los clérigos que las estimulaban le voltearon la espalda. Cuando en la Navidad de 1976, a menos de cuatro años de su muerte, el Nuncio apostólico convocó a la provincia de la Compañía de Jesús, la elite de los influyentes jesuitas para consultarles su opinión sobre él, los curas intrigantes hicieron gala de su maquinación.

El enviado del Vaticano consultó a la dirigencia jesuítica sobre la futura designación de Oscar Arnulfo Romero como Arzobispo. La gelatinosa respuesta jesuítica fue: “A los jesuitas siempre nos ha caracterizado la obediencia a la Iglesia, y en caso de que monseñor Romero fuera nombrado Arzobispo haríamos lo posible por ayudarlo, pero no podríamos garantizar lo mismo de los jóvenes jesuitas que dirigen la Universidad Centroamericana, UCA”. Ellacuría, Sobrino, Montes, Cortina, jesuitas de una comunidad que después lo admiraría y seguiría en el martirio dudaban entonces de Monseñor Romero.

Había razones, el obispo Romero, quien dirigía el diario religioso Orientación, la había emprendido antes contra quienes consideró que aplicaban una “enseñanza marxista” en horas de las clases de doctrina religiosa. Romero desplegó su talento escrito en contra de la Compañía de Jesús con un texto editorial que tituló: “Educación liberadora, cristiana y sin demagogia”.

Toda la formación aprendida en Roma, donde se ordenó en plena ocupación nazi en los 40s, fue vertida en esta polémica contra las simplificaciones sociales de los hijos del Papa Negro, de los jesuitas. Era mayo de 1973, y les había recetado a los politizados muchachos de la Compañía de Jesús una sentencia: “Que no se aproveche la innata generosidad e inquietud de nuestros jóvenes para echarlos por derroteros de la demagogia y del marxismo. La educación liberadora no se queda, con peligrosa ambigüedad, sólo en la superficie de los consideraciones sociopolíticas”.

Romero escribió personalmente este editorial, ahora olvidado por algunos dedicados al panegírico fácil y al elogio del mártir, sin considerar la compleja y lenta transformación del obispo y del país entero hacia el drama humano de las víctimas.

Los jesuitas, es la verdad, la traían en contra de Romero. Poco antes de su ascenso al Arzobispado, hicieron una encuesta amañada para denostar la dirección del diario Orientación en 1973. Romero respondió con el editorial “Somos Criticados”, en la que hacía mofa de “ciertos libertadores”. Los jesuitas ya le traían otra deuda, cuando les había arrebatado en 1972, ocho años antes de su muerte en el altar, la responsabilidad de los futuros sacerdotes del país, para ponerlos en manos del clero diocesano, tan despreciado por los universitarios de la Compañía de Jesús.

Cuando en 1977 fue nombrado arzobispo, en sustitución de Luis Chávez y González, un silencio sepulcral y un aplauso protocolar acompañó a aquel primer arzobispo Romero con aversión a los jesuitas, que tres años después sería sacrificado. No hay más lugar en este texto para describir lo que ha sido comúnmente aceptado como la casi milagrosa y paulatina “conversión” de Romero, a partir de esos dos extremos: su desconfianza al entorno eclesial, sobre todo jesuítico, y su casi ciega fe en los desposeídos.

La muerte rondando

Monseñor tenía mucho miedo a la muerte violenta: “Mi otro temor es acerca de los riesgos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible; incluso el señor Nuncio de Costa Rica me avisó de peligros inminentes para esta semana. El Padre me dio ánimo diciéndome que mi disposición debe ser dar vida por Dios, cualquiera que sea el fin de mi vida”.

Su estoicismo cristiano no tenía límite. En su decálogo de místico de sus años de seminarista, en los años 40, se lee en el número diez: “Ayunar los viernes, no comer dulce los sábados, llevar media hora el cilicio, disciplinarse los viernes; 33 azotes en honra de Jesús”.

Aunque los textos de su puño y letra prosiguen, debo terminar citando esta frase suya: “Jesucristo asistió a los mártires y, si es necesario, lo sentiré muy cerca al entregarle el último suspiro”, escribió en su testamento espiritual, un mes antes de morir.

Finalmente, el hombre cristiano acude a su último refugio espiritual cuando afirma: “Aún contra mi sensualidad y contra mi amor carnal hago mi oblación”. En el texto arzobispal hay una última invocación al Señor de todas las cosas: “Es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio, toda pobreza, así actual como espiritual (…)” Y bajo la consagración del Corazón de Jesús “pongo bajo su providencia amorosa toda mi vida y acepto con fe en él mi muerte, por más difícil que sea”.

¿Era Romero un enloquecido fanático de la inmolación? No lo creo. Su testamento espiritual termina así: “No quiero darle una intención (a la muerte) como lo quisiera, por la paz de mi país y por el florecimiento de nuestra iglesia (…, pero) no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria”.

El germen de la división

En este punto debo confesar que nunca me había dedicado a escribir sobre el tema de Monseñor Romero, hasta que Carlos Dada, director de El Faro, me lo pidió. Escribir sobre el salvadoreño más universal es un desafío del que siempre me mantuve alejado por el facilismo de su abordaje sin matices: a favor o en contra.

Ya sea por las simplificaciones y versiones utilitaristas que sobran; sea por la polarización que prevalece en torno a Romero; sea por la institución milenaria a la que perteneció; sea por la mística secuencia de su vida; sea por el paradójico destino de su muerte; sea por la manipulación interesada en los extremos, todo conduce a la disyuntiva final.

Tampoco, llegado a este punto, se pueden pasar por alto las expresiones recientes en varios medios de comunicación y blogs que reflejan que las raíces del mal perduran: “se la buscó”, “se lo merecía”, “era un cura comunista”, “cerebro de la maldad”, muy similar a la condena a priori de los jesuitas de la UCA, sus primos cercanos en el viaje.

Sobran las razones para alejarse de la división. Esclarecer la identidad del tirador que lo mató, aún siendo un factor necesario de la justicia, ineludible, es el episodio que menos debería interesar, a menos que sea para saber a quién perdonar, para que cargue con su purgatorio y cerrar la herida. Admiro y hasta envidio en el buen sentido la pasión con la que nuevos periodistas buscan la punta de la madeja, porque para una generación, aquello fue sólo la chispa de la división sin retorno; por lo tanto su inmenso valor está en la esfera de lo simbólico y es lo que debe ser superado.

Nadie se pregunta entre nosotros quién lo mando matar. Fueron muchos los que celebraron su muerte hace 30 años. Y es justo relatar que el día de su entierro, cuando organizamos una marcha popular desde un aula de la Universidad de El Salvador, muchos marchamos armados con la consigna de ordenar a la multitud guardar silencio y el luto más triste y negro en las pancartas. Y supimos que la otra mejía sólo se pone una vez. Pero cuando la guerra civil llegó y se agotó en 10 años, hubo una generación que recibió regocijada la paz. Y cuando la paz necesitaba de la alternancia hubo otra generación que inventó un presidente moderado que levanta la figura de Romero para llamar a la reconciliación, no a la confrontación. Monseñor Oscar Arnulfo Romero ha sido nombrado la figura primordial, su emblema mayor. Los 30 años del asesinato de monseñor Romero se cumplen cuando El Salvador busca su reconciliación final. Que así sea.

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