jueves, 3 de junio de 2010

No es su muerte; es su vida

El mensaje de la Iglesia católica en este trigésimo aniversario del asesinato de Monseñor Romero fue más allá de denunciar su muerte, de encontrar a los magnicidas, de buscar la tan ansiada justicia. Fue de imitar su vida y seguir sus principios y obras, por las que no temió morir.
Escrito por por Fernando Romero
Jueves, 25 marzo 2010 00:00


Ayer hace 30 años fue un día lunes. El 24 de marzo de 1980 en horas de la tarde fue un momento que cambió la vida a muchos salvadoreños. Historiadores dicen que ese día fue el inicio de la guerra de los 12 años en El Salvador. Ese día hubo una tragedia, aunque a unos se les alivió de una carga. Para otros, ese día había partido un amigo, un hermano, un defensor acérrimo, sus manos, su voz.

Ayer, desde temprano, se conmemoró en el país el trigésimo aniversario del asesinato del arzobispo de San Salvador más recordado y más reconocido de la historia nacional: el sacerdote Óscar Arnulfo Romero Galdámez.
Como cada aniversario, centenares de nacionales y extranjeros se abocaron a Catedral Metropolitana de San Salvador para rendirle homenaje a un “modelo de vida a seguir”, como lo calificaron varios sacerdotes que oficiaron misas en las entrañas de Catedral, en esa gran habitación del sótano, en la cripta de Monseñor, donde se encuentran sus restos.

Allí prendieron sus velas los fieles. Allí se arrodillaron e hicieron sus plegarias: “Para que lo tenga en su gloria”, “Para que derrame sus bendiciones sobre él y su pueblo”. Las ancianas, con mantas en su cabezas, cuando no velos, con sus cuentas del Rosario pasando de dedo en dedo, murmurando oraciones y rezos; otros creyentes con la mirada fija en el monumento protegido por cuatro ángeles; y otros más, en el otro extremo, siguiendo el ritmo de guitarra de un dúo que cantaba canciones que iban dedicadas al arzobispo mártir.
Había jóvenes menores de edad que llegaron a conocer la historia de alguien que una vez, hacía 30 años, les pidió a las autoridades de la seguridad nacional que dejaran de reprimir, en el nombre de Dios, a sus conciudadanos.
Y en las misas, a pesar de ser misas, más de una vez alguien gritaba: “¡Qué viva Monseñor Romero!”, y los otros contestaban: “¡Qué viva!”.
En la misa oficial, presidida por el cardenal emérito de Washington, D.C. Theodore McKarric, quien tuvo a su lado a monseñor José Luis Escobar y a monseñor Fernando Sáenz Lacalle, el alto líder religioso dijo que Romero “fue poseído por Dios y luego poseído por el clamor de su pueblo”.

“No debemos lamentar su muerte, debemos celebrar su vida, imitarla”, dijo el cardenal McKarric. Su sermón reflexionó sobre las obras de Romero ante una iglesia colmada de fieles que llegaron de todas partes del país.
Ayer El Salvador, una vez más, volvió a ser el pueblo de Romero. De nadie más. Ni del presidente Mauricio Funes, que a pesar de reiterar cada vez que puede que Romero es su guía espiritual, ayer llegó tarde a la conmemoración religiosa, a media misa, en la mitad del sermón de McKarric. Y los católicos que ocupaban la primera fila tuvieron que interrumpir su prédica para levantarse de su asiento. “¿Qué hubiera dicho Monseñor si hubiera visto eso?” dijo una mujer mayor que iba a las misas del arzobispo hace más de 30 años. “A saber qué hubiera dicho”, se respondió.

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