jueves, 3 de junio de 2010

Monseñor Romero en perspectiva histórica

Monseñor Romero ya tiene reconocimiento universal. El paso del tiempo va poniéndolo todo en perspectiva, y en esa forma tendría que verse tanto la figura como el legado de Monseñor.

Escrito por Editorial
Jueves, 25 marzo 2010 00:00


Ayer se cumplieron 30 años de aquel lunes en que Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, se convirtió en víctima martirial frente al altar de la capilla del hospital de La Divina Providencia. El crimen fue como la antesala pavorosa del estallido del conflicto bélico, y muestra, en primer término, el grado de enfrentamiento trágico al que había llegado la sociedad salvadoreña, como efecto de una larga historia cargada de errores, fanatismos, abusos y atentados contra la dignidad humana. Monseñor Romero fue, a lo largo de su paso por el servicio episcopal, figura altamente polémica; pero, visto en perspectiva, su mensaje nunca perdió el fondo de humanismo cristiano, que es el que preserva su memoria, en el país y en el mundo.

A estas alturas, lo más importante debería ser para todos la resonancia de aquella voz, que se sigue oyendo no como un eco, sino como una palabra presente. Desde que estaba ejerciendo su ministerio, la utilización interesada y parcializada de su mensaje y de su ejemplo fue el principal peligro que Monseñor tuvo que afrontar; y a lo largo de estos 30 años, ese abuso ha seguido presente, hasta hoy. De seguro, dada la cuidadosa política del Vaticano en lo referente a la canonización, los manejos crudamente utilitarios que vienen rodeando la persona y la memoria de Monseñor son la causa principal de que el Obispo mártir haya tardado tanto en subir a los altares oficiales.

Mas, para todos los propósitos concretos que implica tal categoría, Monseñor Romero ya tiene reconocimiento universal. El paso del tiempo va poniéndolo todo en perspectiva, y en esa forma tendría que verse tanto la figura como el legado de Monseñor.

CUMPLIR LOS MANDATOS DE CRISTO

Estamos en la Semana de Dolores, que antecede a la Semana Santa, y el momento es más que propicio para reflexionar una vez más sobre el compromiso profundo que significa asumir una fe y practicarla como se debe. Más allá de cualquier forma de ritualidad, el tema básico es el compromiso entre el ser humano y el perfeccionamiento integral que debemos construir a partir de ese compromiso con lo sobrenatural. Y hay, al respecto, mandatos clarísimos, como los lanzados por el mismo Jesús en el Sermón de la Montaña.

Recordamos aquí dos de esos mandatos, que no están suficientemente presentes nunca, ni en la prédica ni en la práctica: Amad a vuestros enemigos y Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. No son mandatos genéricos, opinables ni condicionados: son reclamos vivos y constructivos de una fe verdadera, que no se queda en lo fácil de las peticiones constantes, sino que asume el reto de que cada quien actúe como héroe cotidiano de su propia construcción espiritual.

Qué diferente sería la realidad en cualquier latitud y en cualquier tiempo si siquiera nos propusiéramos, en serio y no del diente al labio, hacerle verdadero honor a esos mandatos supremos e insoslayables. La tarea humanizadora debería empezar por tomar en serio ese tipo de misiones, que son a la vez individuales y sociales. Con sólo que cumpliéramos la promesa de “perdonar a los que nos ofenden”, sin condicionamientos de ningún tipo, iríamos de veras por el buen camino.

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