jueves, 3 de junio de 2010

Monseñor Romero en la historia

Salvador Ventura

A Monseñor Oscar Arnulfo Romero le debemos los salvadoreños, los amantes de la justicia, de la solidaridad, de la paz social y del bien común, un fervor esencial y el ejemplo constante de una actitud: si renovó la palabra, el mensaje de la voz para los sin voz, el cumplir exactamente con el testimonio cristiano, no fue menos por su compromiso genuino con los humildes y desheredados que por su limpieza de ánimo, su generosidad y su desprendimiento. Los adjetivos no sobran: Monseñor Romero fue un sacerdote bueno, tanto como el marquesote y un profeta excepcional.

Para los feligreses, para los cristianos y los seguidores de las causas justas, Monseñor Romero era (es) una presencia estimulante. Sus homilías dominicales, sus mensajes diarios, su prédica constante, eran una lección para todos nosotros: él era dueño de esa envidiable “difícil facilidad” que separa a un simple predicador de un verdadero profeta.

Como pocos, supo ver e interpretar en el mensaje bíblico, en Santiago, el Sermón de la Montaña o en Juan, una posibilidad inexhaustible de comentar la realidad nacional y del mundo. Aun el tratamiento de las cosas más sombrías no borraba la frescura, el encanto y la fuerza de su lenguaje ni sus puntos de vista, frecuentemente marcados por la denuncia (que a veces, como en él, resultaba una versión del sentimiento piadoso).

Monseñor Romero estuvo siempre atento a lo que ocurría a su alrededor; pocas ocasiones resulta más verdadera esa frase: la política, el quehacer cotidiano, las represiones de los cuerpos policiales, el macabro accionar de los Escuadrones de la Muerte, el patrocinio de “familias respetables”, el constante irrespeto de los derechos humanos, el estoicismo de los campesinos, todo era materia para sus punzantes y reveladoras homilías.

Como auténtico profeta (sin reservas de ninguna naturaleza) no sólo denunció y condenó la represión contra el pueblo, sino que su visión fue más allá al responsabilizar a los gobiernos norteamericanos, a la oligarquía salvadoreña y a su aparato de dominación, es decir la fuerza armada, por los crímenes y masacres cometidas contra los campesinos, los obreros, estudiantes, sacerdotes, intelectuales y profesionales. Sus reveladores y enérgicos mensajes no estaban cubiertos de magia, sino de una punzante realidad: la del observador minucioso que sabe traducir sus impresiones y elaborarlos con sobriedad, agilidad y contundencia. Sus homilías se convirtieron en el látigo permanente contra los poderosos, los mercaderes y traficantes de las “buenas conciencias”.

El pueblo humilde, el desamparado, es el que más le debe a Monseñor Romero, porque a él dedicó la mayor parte de su labor. Los desheredados, los más vulnerables, encontraron en el obispo mártir a una persona sencilla que no negaba ni regateaba su disposición al servicio y al ejemplo, bien con la denuncia oportuna o entregando sus escasas pertenencias para alimentar o vestir al necesitado. En este apartado nos dejó muchísimas muestras del verdadero siervo, del profeta y del ser solidario.

La sensibilidad y el humanismo eran parte de su incorruptibilidad, de su firme compromiso con las más humildes del pueblo salvadoreño. Sus prédicas, sus enérgicas denuncias, contra los poderosos, son un testimonio de esa firmeza en sus convicciones. La coherencia de su pensamiento estaba enraizada en una clara postura ética: la moral, la rectitud en el diario proceder y vivir, el servicio a los demás, no eran un expediente retórico para congraciarse con la jerarquía eclesiástica, sino un ejercicio continuo y una posición nacida de lo más profundo de su corazón.

Los sectores retrógrados y ultra conservadores de este país e, incluso del Vaticano, quisieron atacarlo y enjuiciarlo a partir de “prédicas comprometidas con la política”; pero si hemos de avanzar en la verdad y en la realidad de los hechos, debemos afirmar que la política fue para Monseñor Romero una divinidad equívoca.

El mantuvo sus fidelidades progresistas, no de un hombre de izquierda, sino de un profeta, de un ser humano comprometido con las causas supremas de su pueblo. Las amonestaciones de la jerarquía no lo hicieron desistir o renegar de su compromiso, si en ciertos momentos afrontó amargas experiencias como el más alto dignatario de la iglesia en El Salvador, al sufrir el desaire y los ataques de la Conferencia Episcopal, de obispos castrenses y de “mercaderes” vestidos con sotana, supo sobreponerse y resurgir de las cenizas como el Ave Fénix.

La mezquindad provinciana atizada desde los centros de poder, no pudo jamás ganarle la partida, abrumando a un hombre integro, recto, testimonio para los nuevos y futuros tiempos.

Monseñor Romero, por el contrario, vigorizó su compromiso y estuvo más atento que nunca a la vida política nacional –en primer término—e internacional; sus homilías, sus mensajes, demostraban sobradamente su convencimiento de que el cristiano comprometido, es sobre todo un político en acción para la solidaridad, la justicia social y el bien común. Con el magnicidio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, todos los salvadoreños perdimos algo. Su desaparición física nos concierne y nos compromete: el fue un profeta, honrado, humilde, inteligente, talentoso y cordial.

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